24 Feb
24Feb

Mi primer instinto fue el de evaluar si tal vez tenía algún déficit de atención o dificultad para el aprendizaje. Como no era la única maestra que lo había notado, se decidió que le hicieran una evaluación psicométrica. Todo salió normal. Tal vez se lo puedan imaginar, pero yo estaba muy frustrada porque, por más que me esforzaba en buscar la raíz del problema, de usar ejemplos diferentes, de hacer repasos todos los días para que recordara lo que habíamos visto el día anterior, no lograba avanzar con ella.

Hasta que por la gracia de Dios (porque para este punto, ya estaba clamando por su sabiduría sobrenatural) empecé a notar ciertos destellos de lo que parecía la respuesta. El primero fue en la entrega de calificaciones. Mi alumna terminó deshecha después de que le entregara su examen y viera lo mal que le había ido. Su semblante cambió completamente, de estar contenta y emocionada, ahora estaba cabizbaja y hasta conteniendo las lágrimas. La segunda vez que noté algo parecido fue durante las siguientes clases, en las que yo le hacía alguna pregunta o le pedía algún ejemplo y ella tardaba demasiado en contestar o simplemente decía que no sabía, a pesar de que habíamos revisado el tema diez minutos antes. A veces le insistía un poco más hasta que me contestaba ¡y con la respuesta correcta! Entonces, me llegó como revelación: su problema no sólo es que los conceptos sean tan abstractos, aunque sí era una parte, sino que necesitaba reafirmación en su identidad.

El resto del semestre me dediqué a hacerle saber a ella y a su compañera (era un grupo de sólo dos alumnas) que su valor no estaba en el número que se reflejaba en el sistema de calificaciones, que mi salón de clases era un lugar seguro para cometer errores y que, si así sucedía, podíamos caminar juntas y no las iba a dejar hasta que lograran comprender y utilizar lo que estábamos aprendiendo.

En mi método de enseñanza también cambié un poco. Por su ambiente familiar, la presión de ser perfecta le había hecho ser madura en ciertos aspectos de su vida y encargarse de cosas que normalmente un adulto ya formado haría, pero por otro, tratando de vivir la niñez que no había tenido tan plenamente. Así que comencé a llevarles juegos para niños donde pudiéramos explorar los conceptos abstractos de una manera más lúdica y visual, donde el aprendizaje significativo viniera de las emociones positivas que experimentaban en clase más que de una explicación profunda.

Yo me convertí en su maestra más querida, pero yo sé que no era por lo «buena maestra» que pudiera ser, sino porque el Señor a través de mí suplió una pequeña necesidad en su corazón de saber quién es ella y su verdadero valor. Ahora que ya no me dedico a la docencia de tiempo completo, he podido reflexionar en mi actitud al principio y cómo me frustraba no poder tratarla como a todos mis demás alumnos universitarios, y ver el gran cambio y avance en ella porque, por lo menos dos horas al día, tenía un lugar seguro para aprender y donde se le reconocía por quién es y no por lo que logra.

Yo sé que no todos tenemos un trasfondo de estudios de docencia, tal vez eres alguien que comenzó a dar clases porque no había otro trabajo o ahora te has visto en la necesidad de enseñarle a tus hijos en casa y tal vez te sientas perdido o perdida, pero todos tenemos al alcance al Espíritu Santo que conoce las necesidades de cada alumno e hijo y Él como Ayudador está con nosotros para guiarnos y darnos el discernimiento para darle a cada niño la educación que necesita y merece.

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